lunes, 19 de julio de 2010

Por San Juan, magre has de zampar...















































































Esos tiempos gloriosos, tan remotos en el recuerdo, ya no volverán. Aquellos años en que el Mar Menor todavía unía a su condición de preciosa albufera la de tranquilo remanso de paz que ni siquiera el incipiente y bullicioso turismo de la zona lograba alterar. Vivíamos uno de los períodos más legendarios de la tristemente extinta Era de los Balnearios, durante la cual, geométricas pasarelas de madera se enseñoreaban se esas aguas privilegiadas donde unos cuantos elegidos chapotéabamos con la inconsciente alegría que acompaña a la niñez.

Santiago de la Ribera me parecía entonces lo más cercano al paraíso terrenal, en parte gracias a dos factores a los que la gente no solía conceder valor, como eran la presencia de una rica y abundante fauna marina, que buscaba alimento y refugio en torno a los pilotes y plataformas de los incontables balnearios, y, no menos importante, ese oculto y fascinante vergel bajo las aguas en forma de praderas de posidonias, orejas de liebre o bosques de las siempre encantadoras acetabualrias con forma de sombrilla y que han sido masacradas por esas absurdas, feas y lesivas, medioambientalmente hablando, playas artificiales que se han apropiado de buena parte de las antiguas orillas tras aniquilar irreversiblemente la abundante riqueza animal y vegetal que allí moraba.

La construcción de estas nuevas playas postizas no sólo alejaron las aguas marinas de sus orillas originales, sino que, también llevaban aparejada la pena de muerte, a semejanza de arcaicas ballenas varadas en medio de la arena, para esas estructuras tan características de nuestra bendita laguna salada. Aquellos balnearios cargados de vida tanto encima como debajo de la superficie del mar, en los que quienes se llenan la boca de falsa progresía sólo veían un instrumento de desigualdad social a favor de un casta de insensibles privilegiados, sin apreciar su contribución al acervo cultural de todos los murcianos y como magnífica herramienta para disfrutar del turismo marmenorense de una manera más sostenible y respetuosa con el medio ambiente que la que representan las artificiales playas actuales, cómplices de esa masificación que tanto le cuesta digerir a nuestro incomparable piélago chico.

En esas aguas entonces rebosantes de caballitos de mar, zorros y saltones, chapas y obladas, galupes, galúas, doradas, lubinicas y peces aguja, campaba como un señor nuestro gran protagonista: el magre. El señor Lithognathus mormyrus, perteneciente a la prolífica familia de los Espáridos (como las doradas, sargos, pageles, bogas, dentones, besugos, parguetes, mojarras...) y que luce argentífera librea surcada por una decena de rayas negras a modo de una elegante cebra de plata, también conocido en diferentes regiones españolas con los nombres de herrera, mabre o mabra.

Voraz y omnívoro habitante de los fondos arenosos mediterráneos (aunque algunos ejemplares se dejan ver por aguas cantábricas y canarias) de los que extrae su nutrititivo sustento, a base de gusanos, crustáceos como los cangrejillos y quisquillas y todo tipo de bivalvos, desde la coquina a la almeja, pasando por el berberecho, que desentierra del limo con su puntiagudo pico y cuyas duras conchas descerraja con sus extraordinariamente robustas fauces, de ahí el porqué de su nombre científico: Lithognathus (mandíbula de piedra). Obviamente, es su exquisita alimentación la que otorga a su carne un sabor delicado y muy a mar. De tamaño próximo en sus mayores ejemplares a los 20-30 cm y de un peso entre 150 y 400, se conocen individuos mucho más grandes que pueden alcanzar los 500g e incluso, inusualmente, en torno a 1'5 kg...

Habitualmente se desplaza en pequeños bancos cercanos a la costa, en profundidades que rondan los 35 m como máximo, y que, cuando son ejemplares jóvenes, suelen ser esos grupetes de peces traviesos que picotean pellejos entre los dedos de los pies de los bañistas que remueven la arena con sus pisadas, tal vez confundiéndolos con gusanillos o gambitas... Esta propensión a desplazarse en manada hace que sea normal su pesca con varios anzuelos por línea. Si se da con un buen banco, lo normal es sacar varias piezas por lance. El nombre de "herrera" según los relatos de viejos marinos, se debería al ruido que genera con la acción de sus mandíbulas cada vez que come en los fondos arenosos, aunque los estudios científicos han revelado que esos pequeños ruidos se debe a las pompas de aire ocultas bajo el limo que son liberadas por el hocico de los magres en su insaciable búsqueda de alimento.

La Región de Murcia es una de las zonas españolas, junto con el Levante, Andalucía Oriental y Baleares, donde mayor cantidad de magres se pescan y comercializan en España. En la región han variado mucho las capturas en los últimos años debido a la disminución en la pesca, ya que se ha pasado de los 60.000 Kg en 2001 a 30.000 en 2002 y 6.500 en 2004, repartidos entre los puertos de Cartagena, San Pedro del Pinatar y Águilas. Todavía hay pescadores que recuerdan, tal vez de manera exagerada, supuestas capturas récord de hasta 7.000 kg en una sola jornada.

Los magres están entre uno de los pescados más utilizados de nuestra gastronomía para la elaboración de asados y como delicioso ingrediente del caldero, que con la dorada o gallineta completa un trío de lujo frente al más habitual y humilde, aunque no menos sabrosos, mújoles en sus diferentes variedades (galupes, galúas...).

También resultan excepcionales los del Mar Menor bien friticos o a la plancha, por no hablar de esos tan deliciosamente estofados en fritada con crujientes pimientos de bola, especialidad del litoral marmenorense, donde, asegura la tradición de los hombres de la mar, los magres viven su mejor época para ser devorados en el plato allá por las mágicas fechas del día de San Juan… precisamente en Alicante, en su popular playa homónima, se encuentra uno de los mejores lugares para la captura de lo que allí se conoce como mabre, y que de los pescadores de la cercana Torrevieja constituye también una de las presas favoritas. No son pocas las páginas web
Pescar magres es una delicia, entre otras cosas, por su peculiar forma de picar, ya que una vez enganchados a los anzuelos suelen adoptar una actitud pasiva que puede despistar al inexperto, que tal vez ignore que tiene en sus anzuleos dos o tres ejemplares a la espera de ser izados. Para mí era uno de esos rituales diarios en el fantástico e inmenso balneario del edificio Santiago, cuyas tablas escondían algunos agujeros donde era tradición que los niños de la comunidad nos pusiéramos a pescar dada su privilegiada situación para pillar todo tipo de peces, empelando como infalible carnada (salvo para los mugílidos, iba bien con todos) los pequeños caracoles terrestres que capturábamos en los solares de la segu da línea de playa (hoy totalmente imposibles de localizar; los caracoles y los solares...). allí competíamos los más dedicados e infatigables cazapeces: el mítico Jose V, el ADN vasco de los hermanos Herrero y de sus primos, la pertinaz maestría de mi querido primo Payne y el autor de estas líneas....
El magre que llega hoy a las pescaderías no es un producto caro y da mucho juego, ya sea como ingrediente de guisos, sopas o caldos de pescado (incluído el de caldero) o bien asado o la plancha, siendo de una excepcional fineza el capturado en nuestro Mar Menor, que a mí me gusta comerme al horno, preparado a la murciana con sus patatitas, piñones, ajo, tomate, vino blanco y perejil.... una delicia como pocas... y que mi madre me cocina de una manera exquisita con cierta regularidad si ve unos buenos magres y sabe que voy a ir a comer. Si no, me los da para que yo me los prepare, como en esta última ocasión (fotos 5 a 11), en que el sabroso espárido acabó abierto en libro sobre mi llanda, presto a ser asado... y bien rico que quedó. Al igual que los galanes, este pez no es muy habitual en las mesas murcianas del interior, y tampoco ayuda que tenga no pocas epsinas, pero os aseguro que la firmeza y sabor de su carne, bien preparada, no deja indiferente a nadie y compensa con creces cualquier esfuerzo.
Para quien aún no lo haya probado, estamos en la mejor época, así que... adelante... descubrid ese auténtico manjar tan nuestro que es el plateado magre, tesoro de aquel paraíso marmenorense perdido para siempre... no os arrepentiréis...

lunes, 12 de julio de 2010

San Iker, Sara y el poder del amor como estímulo para conseguir la victoria
































































































A tenor de su contenido, este post tendría que haber sido publicado el pasado sábado 3 de julio. Poderosas y felices razones de índole personal, y mi acentuada desconexión internetera de estas últimas fechas, me impidieron cumplir con la bitácora en la hora y fecha pertienete, pero nunca es tarde si la dicha es buena.

Como digo, lo que aquí se cuenta bien podría encajar en lo acontecido hace dos sábados en los terrenos de juego sudafricanos, en cuartos de final del Campeonato Mundial de Fútbol. En la deportiva pugna entre España y Paraguay como escenario. En un partido de nuestra selección nacional donde, de nuevo, su primer paladín cautivaba con sus méritos sobre el campo de enfrentamiento a la dama de sus pensamientos y su corazón. A esa Sara Carbonero que en tan poco o nada se distingue de la sajona Lady Rowena que admiraba enamorada las hazañas de Ivanhoe, de la atribulada Isolda en cuyo nombre sumaba proezas su amado Tristán, o de una Ilse Hoffmansthal encandilada hasta el arrebatamiento tras la nueva demostración en tierra escocesa de Sherlock Holmes en el inescrutable caso Valadon.

Y es que soy un gran convencido, al contrario que algún que otro carcamal pasado de rosca y no pocos morbosos que pululan por los medios de comunicación, que la presencia del ser amado en momentos en que se exige más de nosotros no sólo no distrae, sino más bien al contrario, motiva y mucho, insuflando nuevas fuerzas y ánimos incluso en los peores momentos, y más si se posee una personalidad madura y asentada, alejada de la volubilidad caprichosa.

Por eso, nunca me ha molestado la presencia a pie de césped de la ojazos de Sara frente a su esforzado caballero andante de acolchados guantes, porque pienso que, de suceder algo, será positivo, fruto de ese comprensible y justificado anhelo de agradar e impresionar a la persona a la que se ama. Quiso el habitualmente cruel destino conceder a San Iker ante Paraguay la primera posibilidad de cerrar tantas bocazas, y el capitán de la Selección Nacional tuvo un par de heroicas intervenciones, decisivas para el triunfo final de nuestro equipo sobre unos aguerridos paraguayos. Victoria que le trajo aparejada la merecida recompensa en forma de nerviosas sonrisillas y esos esmeraldados destellos de orgullo emitidos por los ojos de su cuestionada –por la carcunda- novia, que, encima, lo hace más que bien en su labor periodística, alcachofa en mano, para cabreo y chincha de tanto tío pirracas.

El azar le tenía reservada a la pareja una aún mayor, en forma de dos paradones, uno contra uno, del santo de Móstoles contra esa pesadilla naranja de frente despejada cuyo apellido coincide con el nombre de la infernal isla donde el gran Nelson Mandela vivió los crueles años de cautiverio que hicieron de él una ejemplar leyenda de eso que llamamos la Humanidad. Dos proezas que resultaron fundamentales en esa inolvidable hazaña que es el Campeonato Mundial de Fútbol que, desde anoche, los jugadores de España tienen derecho a lucir en forma de estrella sobre el pecho. Como en los cantares de gesta, las leyendas de los bosques, las canciones de los bardos o los recitales cortesanos, aquel que con su valor y arrojo dio el triunfo a los suyos, siempre recibe como premio la enamorada entrega de su amada ante los ojos de un vulgo expectante, en este caso trocado en inolvidable momento en que el arquero, a modo de caballero andante, se postró frente a su princesa y le propinó ese beso que más que prueba de amor era promesa y compromiso de una vida juntos para siempre.

Como es lógico, no resulta nada novedosa la idea de acudir a estrechos lazos sentimentales, de sangre o parentesco, para galvanizar la actuación de los combatientes sobre el campo de batalla. De hecho, es una fórmula que resulta fundamental en los sistemas bélicos que no dependen de soldados profesionales, sino de lo que ha dado en llamarse ‘ciudadanos’ o ‘campesinos en armas’. Ya sea en forma de guerrilla, milicias, falange o regimiento convencional adscrito a un ejército, la proximidad siempre intensifica los vínculos entre los miembros de una tropa armada. A mayor conocimiento o aprecio, más te importará la vida de tus compañeros en el campo de batalla, y darás el máximo por preservar su vida, algo difícil si quienes te rodean y combaten a tu lado te parecen personajes de lo más ajeno y distantes. A todo ello se suma un nuevo factor que va más allá de los vínculos amorosos, de amistad o de parentesco, y es el temor a no cumplir con lo que esta gente, que tanto te conoce, espera de ti; el miedo a deshonrar a la familia, al clan, a tu ciudad o lugar de procedencia con una actuación cobarde e inútil a ojos de los demás, de tus vecinos, de tus primos, hermanos, padre o, incluso, abuelos.

Ese es el punto clave de las milicias o de la falange griega de ciudadanos-soldados (sistema que, en el mundo occidental, sólo sigue hoy vigente, en cierta manera, en Suiza) con que las distintas poleis defendían su reducido mundo de las amenazas exteriores. Las claves del éxito de la falange eran la CONFIANZA y el MIEDO A DEFRAUDARLA. Confianza plena en que los vecinos de posición dentro de la falange van a mantener el puesto y no te van a dejar con el culo al aire cuando embista el enemigo, algo fundamental en la organización de la falange (foto 5), en que el vulnerable flanco derecho de cada hoplita, por donde sujeta el arma, está cubierto por el escudo del compañero de la derecha (no en vano, hoplita deriva de ‘hoplón’ –escudo-)… lo mismo que depende de él y de su escudo su compañero de la izquierda…

Mostrar cobardía o ineptitud ante tu propio círculo social sólo podía acarrear consecuencias funestas, que pasarían desde el desprecio más absoluto o el ostracismo (exilio forzoso tras ser decidido en una votación donde los ciudadanos marcan su decisión sobre o un ostracón o fragmento de cualquier pieza de cerámica) hasta la persecución o la condena a muerte.

Por ello, la presencia de gentes próximas siempre se ha considerado que aportaban un plus, una motivación extra en el fragor del combate, y estoy convencido de que, a pesar de su acreditada profesionalidad, nuestro San Iker no sólo supo abstraerse de todo aquello que hubiera podido perjudicar al equipo, sino que, además, contó con un bienvenido suplemento de motivación añadida gracias a la presencia de su Sara.

El único punto débil de este sistema aparentemente tan positivo reside en que, de producirse una aplastante derrota o masacre en el bando propio, las bajas no estaban nada repartidas entre la población, sino que recaían en unas familias concretas a las que costaba mucho, si es que lo conseguían, afrontar semejante mortandad. Muchas veces, significaba el final de un clan o linaje completo…

Queda claro que los antiguos griegos tenían bien claro la importancia de combatir ante personas con las que se mantiene un especial vínculo. Algo similar sucedía, también, con los efebos (‘adolescentes’, en griego), esos jóvenes a los que los guerreros más veteranos con los que mantenían una relación sentimental y formativa, la llamada pederastia (amor a los niños) entre el erastes o adulto que debía educar, proteger y servir de ejemplo a su joven eromenos. Un sistema de relación social que derivaba desde los más remotos y prehistóricos orígenes de la cultura griega, fundamentalmente entre las tribus de origen dorio, cuando cada adulto se hacía cargo de un niño para educarlo e instruirlo en lo que le depararía su vida futura como ciudadano de pleno derecho, a modo de rito de paso, siendo lo común que tomara al joven como amante. En tiempos de las poleis o ciudades estado, la relación exaltaba más el rol de integración en la vida social de la ciudad, pero también se extendía al terreno de lo sexual.

La pederastia en la Hélade era una cuestión no sólo aceptada socialmente sino también estrictamente regulada. Se consideraba una aberración hacer partícipe en la misma a menores de doce años, y era costumbre que el adulto cortejara al joven a su cargo y que este se resistiera a sus primeras insinuaciones hasta comprobar que era adecuado como tutor y que su interés iba más allá de satisfacer sus apetitos carnales y abarcaba también el afecto y un verdadero interés por su educación. Los jóvenes que se entregaban fácilmente o que se hacían mucho de rogar adquirían mala fama y eran públicamente despreciados.

La relación amatoria solía concluir cuando al chico se le cubría el cuerpo de pelo, lo que solía coincidir con el fin de la adolescencia, en torno a los 17 años, aunque no era insólito que se prolongase hasta los 18 o 20. En este marco cabe ubicar a los efebos, institución que en ciudades como Atenas, donde se era ciudadano con todos los derechos a partir de la veintena de años, alcanzó un gran refinamiento y una compleja reglamentación, y constituía el proceso a seguir para acceder a la ciudadanía. Conocidos y abundantes eran los casos en que los mentores de los efebos se hacían acompañar por estos al campo de batalla en caso de conflicto armado, para que la mera presencia del adolescente a salvo en una ubicación cercana desde la que pudiera divisar los combates, sirviera como estímulo a su ardor guerrero.

En general, los efebos (fotos 6 y 7) solían ser excluidos de la lucha, quedando relegados a la construcción de trincheras y fortificaciones y otras tareas auxiliares. Un ejemplo muy citado desde la Antigüedad Clásica de cuánto puede influir este tipo de relación es el de Cleomaco, famoso guerrero al que los calcídicos llamaron en su auxilio durante la Guerra Lelantina que enfrentó a Calcis y Eretria entre el 710 y el 650 a.C. por la posesión de la fértil Llanura Lelantina de la isla de Eubea. Aunque no se sabe qué bando salió finalmente triunfador a la conclusión de este prolongado conflicto, cuenta la leyenda que el citado Cleomaco dispuso a su efebo en una ubicación segura desde la que pudiera presenciar sus hazañas bélicas, antes de liderar la carga de los hoplitas calcídicos, que se saldó con una gran victoria para su bando a costa de la muerte del ardoroso Cleomaco, a quien, en señal de gratitud, la ciudad de Calcis erigió una tumba en medio de su ágora y decidió promover la pederastia en su honor.

Esta mención a la antigua Grecia, a su concepción de la homosexualidad y de cómo el amor o la presencia del ser amado puede reforzar las habilidades, el valor y los deseos de victoria no es casual. Y menos si, como era mi intención, este post se hubiera publicado el pasado sábado 3 de julio, cuando a esas horas miles de personas desfilaban por Madrid proclamando con orgullo su condición de gays, lesbianas o transexuales. Reivindicación que aún hoy en muchísimos países y estados constituye, lamentablemente, un grave delito asociado a gravísimas e injustificadas penas, y que tanto hubiera sorprendido en aquella Grecia de mediados del siglo IV a.C., en que la homosexualidad no sólo formaba parte de las costumbres sociales sino que homosexuales eran los mejores y más envidiados guerreros de toda la Hélade en el azaroso siglo IV a.C., los 300 bravos tebanos que conformaban la legendaria Banda Sagrada. 150 parejas de amantes masculinos que combatían juntos, y que hacían de su intenso amor la mejor motivación para afrontar al enemigo. Una singular unidad militar de élite que durante 33 años, del 371 al 338 a.C., dominó los campos de batalla griegos, hasta ser aniquilados en Queronea por las tropas de Filipo II de Macedonia, y con ellos, la libertad e independencia de las ciudades griegas de las que estos fornidos homosexuales eran garantes.

La Banda Sagrada (hieròs lókhos) de Tebas, ciudad-estado de la región de Beocia, fue creada, según Plutarco, en el 378 a.C. por el comandante tebano (por supuesto, también homosexual) Górgidas y cada pareja estaba integrada por un miembro de mayor edad o ‘heniochoi’ (auriga) y uno más joven o ‘paraibatai’ (compañero), reproduciendo metafóricamente el esquema de los dos hombres que combatían a bordo de un carro, siendo el mayor el que simbólicamente 'manejaba las riendas'. En Tebas, cuando un joven llegaba a la edad de enrolarse, era su erastes quien le regalaba su equipo militar completo, la panoplia. Ya decía Plutarco, como justificación de su eficacia, que “los amantes, avergonzados de no ser dignos ante la vista de sus amados y los amados ante la vista de sus amantes, deseosos se arrojan al peligro para el alivio de unos y otros”. Según el conocido historiador grecorromano, Górgidas inicialmente distribuyó a la Banda Sagrada de Tebas separada por parejas a lo largo de sus líneas de batalla, como un cuerpo de élite disperso para fortalecer el ánimo de lucha de los demás, pero posteriormente Pelópidas, después de que la singular tropa hubiese combatido con éxito en Tegira, donde en 375 a.C. derrotó a una fuerza espartana tres veces superior en número, la empleó como una guardia personal reunificada en una sola fuerza.

El mencionado Plutarco cuenta en ‘Vida de Pelópidas’ que la inspiración para la creación de la Banda Sagrada residió en unas emotivas palabras del personaje de Fedro en el ‘Simposio’ de Platón a favor de las muchas ventajas que propiciaba el hecho de que los combatientes lucharan junto a sus amantes. Después de que Pelópidas retomara en el 379 a.C. la acrópolis de Tebas, ubicada en la Roca Cadmea, de manos de los espartanos que la habían ocupado en el 382 a.C. a petición del partido oligarca tebano contrario a la facción democrática, en él recayó el mando de la Banda Sagrada, que desde entonces nunca más luchó dispersa en pequeños grupos, sino como un solo cuerpo unido. Fue también cuando coincidió con su gran amigo y excepcional líder militar llamado a ganar fama inmortal, Epaminondas (foto 8).

Para tener en cuenta el gran impacto que tuvo sobre la Grecia Clásica la hegemonía militar tebana, conviene recordar que tebanos y sus aliados beocios tenían fama de ser unos brutos, unos ‘rústicos’ en terminología actual, frente a los refinados atenienses, para quienes ‘tebano’ o ‘beocio’ era uno de los peores insultos que podían proferir, tras su enconada rivalidad durante las Guerras Médicas por hacerse con el dominio de la ciudad de Platea, que llevó a los tebanos incluso a aliarse con los persas contra los atenienses, algo que estos últimos consideraban una imperdonable traición a su condición común de pueblos griegos. De hecho, y fiel reflejo de esta herencia clásica recibida de Atenas, incluso hoy nuestro diccionario de la RAE recoge el término ‘beocio’, en su tercera acepción, con el significado de “ignorante, estúpido, tonto”.

La gran característica de la falange tebana era la profundidad (báthos) de su formación, que en la batalla de Delio alcanzó a los veinticinco escudos, en una formación cerrada de veinticinco hoplitas en fondo. En Leuctra (foto 9), la gran victoria de Tebas en el 371 a.C., y considerada por Pausanias “la batalla más decisiva luchada entre griegos”, formaron con una profundidad de no menos de cincuenta escudos, y además, fue el escenario en el que el talentoso general que era Epaminondas empleó su gran innovación táctica, la falange en orden oblicuo (loxē phálanx), que reforzaba en profundidad y colocaba los mejores elementos en el ala izquierda, como principal fuerza de choque, contrariamente a lo que era habitual. Simplificando quizás en exceso, la táctica de Epaminondas descolocaba tanto a sus adversarios como a los tenistas diestros les ocurre al enfrentarse a los zurdos. Y vaya si funcionó; permitió a los tebanos derrotar en combate en campo abierto hasta los entonces cuasi invencibles espartanos, y convertir a la humilde Tebas en la potencia hegemónica de la Hélade. Pero, seguramente, propició la posterior conquista de toda Grecia por parte de Filipo II de Macedonia y su hijo Alejandro apenas unos años después, en Queronea (patria chica de nuestro ya familiar Plutarco), cuando la gloria espartana era sólo un recuerdo y el resto de ciudades estado fueron barridos por las innovadoras tácticas y armas macedonias, como las sarissas (lanzas de 5 metros de longitud) o el osado empleo de la caballería como arma de choque y no simplemente con elemento de exploración y persecución de enemigos en fuga.

Filipo, que había sido rehén de Tebas, aprendió y mejoró esta innovación táctica que Alejandro llevó a la excelencia en la decisiva batalla de Gaugamela, donde en el 331 a.C. derrotó aplastantemente a un ejército persa tremendamente superior en número. Otro genio militar que basó en ella buena parte de sus grandes logros fue Federico el Grande de Prusia (entre ‘magnos’ iba la cosa en esto del uso del orden oblicuo), con hazañas como su gran victoria en Leuthen, donde 36.000 prusianos pusieron en fuga a casi 70.000 austriacos en 1757.

Pero antes de llegar a la tragedia de Queronea y el exterminio de la Banda Sagrada, las armas tebanas habrían de conocer otra jornada igual de terrible en Mantinea (la actual Paleópoli, foto 10), una localidad de Arcadia. Allí se enfrentaron en el 362 a.C. a una inimaginable alianza entre Atenas y Esparta, que se oponían a la Liga Tebana, alianza formada por el resto de ciudades griegas en torno a la nueva potencia emergente.

Aquel aciago día, las cosas empezaron bien para Epaminondas y sus hombres. Fingiendo una retirada, provocó el ataque del ejército espartanoateniense, y con su empleo de la formación en orden oblicuo desbarató de nuevo al enemigo, atacando por el ala izquierda sobre el ala derecha espartana “como si fuera una trirreme del que el espolón era la Banda Sagrada” en palabras de Jenofonte, y que, desorganizada y dispersa, era una auténtica perita en dulce para su completo exterminio a manos del enemigo beocio… entonces, sucedió lo inesperado. Epaminondas, que dirigía las operaciones en primera fila, recibió el impacto de una jabalina en el pecho. El golpe le hizo perder el sentido, y quienes le rodeaban apreciaron al instante que extraer la letal punta de hierro supondría el rápido desangrado de Epaminondas. Cuando recuperó la consciencia, preguntó si habían ganado, a lo que los de su entorno le contestaron afirmativamente, sin ser verdad, por lo que el moribundo general, creyéndose vencedor, habría exclamado, según Cicerón: "Esto es lo que consuela y dulcifica los dolores más grandes"... La muerte de Epaminondas ha sido un tema muy recurrente para los artistas de todas las épocas, como demuestra el precioso cuadro del pintor barroco neerlandés Isaak Walraven (1686-1765) sobre el tema (foto 11).

En pleno momento de victoria, a punto de infligir un terrible golpe a sus enemigos, las tropas tebanas supieron de la suerte seguida por su carismático general, y, desoladas, emprendieron una desordenada retirada que estuvo a punto de costarles muy caro. Antes de expirar, Epaminondas instó a los suyos a negociar la paz, consciente que el golpe moral que acababa de sufrir su ejército, unido únicamente en torno a su carisma personal, dejaba a sus tropas en una situación insostenible en caso de contraataque enemigo.

Para agravar más la cosa, los dos capitanes elegidos por el general tebano como sus sustitutos en caso de fallecimiento, Iolaidas y Difanto, también habían resultado muertos, mientras que el gran Pelópidas había fallecido dos años antes, tras una imperdonable imprudencia por exceso de confianza en el campo de batalla. El ejército de Tebas quedó descabezado en tan aciaga jornada, tras extraer la punta de la jabalina incrustada en el pecho del legendario líder, para provocar su muerte y evitarle más sufrimientos acortando su agonía. Atenienses y espartanos aprovecharon para retirar sus tropas sin haber sufrido apenas bajas… algo increíble visto cómo se había desarrollado la batalla hasta entonces. Se dice que Grillo, el hijo de Jenofonte, y que también pereció en el combate, fue el anónimo lanzador de la mortal jabalina momentos antes de perder la vida. Epaminondas y su amante Capisdoros fueron enterrados juntos tras morir ambos en la batalla, costumbre que en la antigua Grecia que se reservaba sólo a los esposos.

Tras la funesta pérdida de su gran líder, el destino de la Banda Sagrada parecía irreversiblemente encaminado hacia el desastre, y los encargados de hacer realidad estos presagios fueron dos de los principales admiradores de tan singular unidad de combate. En 338 a.C., se enfrentaron en Queronea los ejércitos de las dos antiguas enemigas, Tebas y Atenas, unidas ahora por los ardientes discursos de Demóstenes - las famosas ‘Filípicas’- frente a la amenaza macedonia que llegaba imparable del norte, y que ya se había apoderado del centro de la Hélade, con el sagrado santuario del oráculo de Delfos entre sus conquistas más emblemáticas.

Con fuerzas muy igualadas, la dirección de batalla y las nuevas armas y tácticas macedonias estaban muy por encima de lo que les podían oponer los nuevos aliados. Mientras Filipo despachaba a la falange ateniense, un joven Alejandro de tan sólo 18 años puso en fuga al grueso del ejército tebano, antes de lanzarse al frente de sus 1.800 jinetes, los legendarios hetairoi (compañeros) contra los 300 bravos luchadores a pie de la Banda Sagrada, que fieles a su moral de combate y al legado recibido de sus antecesores, se negaron a rendirse y combatieron hasta ser aniquilados, Plutarco cuenta que Filipo, conmovido ante la visión de los cadáveres amontonados en una pila, exclamó: “Perezca aquel que sospeche que estos hombres sufrieron o murieron de forma reprochable”.

En el 300 a.C., la ciudad de Tebas mostró su agradecimiento a tan emblemáticos combatientes erigiendo un gran león de piedra sobre la tumba común o polyandreîon que albergaba los restos de todos sus miembros. Escultura que fue restaurada en el siglo XX y todavía hoy puede ser contemplada (foto 12).

Paradójicamente, y frente a lo que se esperaba de acuerdo con la versión de Plutarco, que aseguraba que la banda pereció al completo y el total de sus miembros fueron enterrados juntos, la excavaciones de esta gran tumba revelaron en 1890 la presencia no de los 300 muertos que se esperaba, sino sólo de 254 esqueletos dispuestos en 7 filas. Es probable que no todos murieran finalmente en la batalla o que sólo se recuperaran esos cuerpos identificados como seguros pertenecientes a la legendaria unidad, aunque otros escritores clásicos afirman que sólo unos 250 murieron y el resto sólo fueron heridos, lo que se ajustaría mucho a lo que confirman las pruebas arqueológicas.

En relación a este tema, resulta muy triste comprobar que, de los 26 países de la OTAN, hay 3 que restringen en la actualidad el servicio de los homosexuales en sus Fuerzas Armadas: Grecia (¡qué ironías depara a veces la Historia!), Estados Unidos con una doctrina más que peculiar http://es.wikipedia.org/wiki/Don%27t_ask,_don%27t_tell y Turquía. Otros países donde prohíben o restringen el servicio de los homosexuales en sus ejércitos, aunque la homosexualidad sea legal en la mayoría de ellos, son Brasil, Bielorrusia, Chipre, Corea del Sur, Libia, Serbia, Singapur y Rusia. El caso más controvertido es el ruso, que aúna hipocresía y pragmatismo de una manera flipante, ya que prohíbe la presencia de homosexuales en las fuerzas armadas en tiempos de paz, pero se los recluta en tiempos de guerra.

San Iker y Sara o las 150 parejas de amantes en armas de la Banda Sagrada son ejemplos clamorosos de cómo la presencia del ser querido en momentos difíciles estimula más la proeza que debilita el espíritu. Estos últimos pasaron a la historia por su gloria en el campo de batalla y demostrando que la homosexualidad no es incompatible con la capacidad para combatir y vencer cara a cara al enemigo; nuestra pareja más mediática del momento se merece todo lo bueno que les pueda suceder tras un acoso patético, con muchos capítulos aún por escribir, al que ese guerrero de las áreas que es San Iker ha vencido con una sangre fría y una entereza digna del gran Epaminondas, para bien de todos sus compatriotas que nunca olvidaremos todo lo que hizo por nosotros.